Mi Barrio y Yo (1)

Tengo recuerdos bellísimos del lugar donde nací; sobre todo de aquella época que antecedió a 1990; porque con esta fecha pareciera que mi barrio lo hubieran partido en dos. Realmente fue así. Pero ahora no voy a hablar de ese período tan triste. Será en otra oportunidad.

Ahora, quiero compartir la otra parte (1975 a 1990). La que me despierta todos las mañanas imaginándome el canto del gallo y los rayos del sol colándose por las rendijas de las paredes de tabla de cedro de mi casa…

La que me sorprende todavía hoy cruzando potreros a caballo –o a pie-, cazando paloma rabiche, bañándome en el rió Yao o en cualquier charco de agua, trepándome en las matas de mango, anoncillo, ciruelos…

Aquel “ANTES”, que no es un período abstracto, sino una sucesión de imágenes y hechos vividos con esplendor e inocencia.

LA PIEDRA DE YAO

Para mí lo único que tiene de singular La Piedra de Yao (Buey Arriba) es que es MI BARRIO; suficiente para sentirme orgulloso de él y no renegar de su existencia.

Por lo demás no difiere en nada de cuanto poblado rural hay en esta Isla: una bodega, una escuelita –la de mis amores-, un vivero forestal, donde mi mamá dejó las tres cuartas partes mejores de su vida, un “cuadro de pelota”, un Centro de Espiritismo de Mesa y un Círculo Social.

Completaban el entorno de aquellos tiempos cerca de un centenar de casas desparramadas al antojo de sus moradores, entre potreros y ambos lados de la carretera que conduce a la cabecera municipal.

Era un barrio pobre. La mayor parte de las viviendas estaban construidas de paredes de tabla, techo de cana o guano y piso de tierra, sin electricidad ni agua potable.

Vivían aquí campesinos honestos y trabajadores hasta la saciedad, que se dedicaban al cultivo de la tierra y la cría de ganado. Eso sí dicharacheros y alegres sin igual, que hasta en los velorios armaban motivos para el disfrute.

Esta era una época de gran armonía. Se podía ir de un lugar a otro y recibir desde desayuno hasta una cama para mitigar el sueño y continuar camino al siguiente día. El viejo Ramón Leyva llegaba a mi casa tempranito y hasta que no almorzaba y se fumaba un tabaco –muchas veces se llevaba los bolsillos llenos- no regresaba a la suya.

Todo se compartía y las acciones eran recíprocas. Recuerdo que cuando mataban un puerco mi hermana y yo teníamos que ir a más de una docena de casas repartiendo.

“Miren bien –decía mi mamá- este bolsito es para Elvira, este para Aresia, este para Guillermo, Verónica…” y así enumeraba a cada una de las casas que debíamos ir.

“Ahhh y díganle a Aresia que todavía no están los chicharrones ni las morcillas, que luego se los mando…”, nos aclaraba.

Así crecí.